jueves, 10 de mayo de 2012

Pico Centenera

Lo primero que piensas cuando miras en un mapa la ubicación de La Puebla de la Sierra es que está en mitad de ninguna parte. La carretera M-130 es la única vía por la que acceder al pueblo y las localidades más cercanas, ambas a unos 19 km, son Prádena del Rincón y Robledillo de la Jara, de las que La Puebla está separada por un puerto sumamente retorcido y peligroso al norte y una carretera llena de barrancos sin quitamiedos y de curvas que se antojan infinitas hacia el sur. Todos estos datos sobre el mapa se ven aún más acentuados cuando llegas al pueblo y sientes la profunda soledad (en el sentido del inglés Solitude, no en el de Loneliness) que infunde este fantástico lugar.
Pico Centenera
Lo segundo que piensas es que, ya que estás allí, vas a aprovechar para subir los dos picos que vigilan el valle, el pico de la Tornera (1.865 m) y el Pico Centenera (1.809 m). Sin embargo, una vez sobre el terreno te das cuenta que dicha gesta te puede llevar siete u ocho horas de caminata, a lo que hay que sumar unas tres horas en desplazamientos. Vamos, que echas el día entero siempre que, además, no haya imprevistos y que los días sean largos...
Por tanto, lo más sensato en esta ocasión era improvisar sobre la marcha y trazarse un itinerario circular que arrancaría en las Casillas de la Ciquiruela, junto a la M-130 en su salida sur del pueblo, se adentraría en el valle hasta alcanzar la pista forestal que nos llevaría a los pies del Collado Centenera, subida al collado, subida al Pico Centenera, y vuelta por la cuerda de los picos menores al sureste del mismo.
En poco rato de paseo dejas de ver la carretera y te adentras por el camino que lleva a una pequeña y bucólica área de merendolas y baños en el cauce del arroyo del Portillo y la poza que su presa forma. Justo ahí, en tan precioso lugar de esparcimiento donde ganas dan de sacar las viandas que tenemos preparadas para la hora del ángelus, comienza una subida bastante dura que, apenas llevados unos minutos de ruta, te hace darse cuenta de a lo que te estás enfrentando: mares de guijarros sueltos, jarales impenetrables, pinares de ramas desde el suelo que te impiden avanzar, nubes amenazantes que te hacen pensar "como caiga un diluvio a ver cómo salgo de esta", y todo ese tipo de pensamientos que te asaltan siempre que estás subiendo y sufriendo, ya sea sobre tus pies por una rocosa ladera de montaña, ya sea en cualquier repecho, cuesta o puerto que trates de acometer montado en una bicicleta.
Momento para poner a prueba la confianza en uno mismo y afinar al máximo los senderistas sentidos de la orientación y la lógica para conseguir llegar a la pista forestal que intuimos más arriba pero que nunca acabamos de alcanzar. Una vez en ella, todo cambia: el pesimismo se hace optimismo, la fuerte sudoración se restituye por grandes tragos de agua entre risas y caras felices, pocos minutos antes dubitativas y ceñudas.
Un largo paseo por la pista forestal que recorre la curva de nivel de los 1.500 m nos adentra en el valle y nos permite admirar el soberbio y remoto paisaje, sus dos picos cercanos de los que ya hemos hablado, el más lejano Pico de la Cabra a poniente y más lejos aún, la Sierra de la Cabrera, los Montes Carpetanos y la lejana e inconfundible silueta de su majestad Peñalara. Dentro del valle, llaman la atención especialmente las formaciones pétreas: desde mares de guijarros pizarrosos a auténticas esculturas naturales a tamaño real de olas de tsunami, así como los puestos de caza apostados y numerados en el margen de la pista, sus abrevaderos para ganado, los inmensos robles que permaneces entre ejércitos de pinos de repoblación, los densos jarales, y las recientes pisadas de caballos cuyas herraduras en un solo sentido nos ayudan a avanzar kilómetros inmersos en diatribas sobre su posible origen y destino.
Al fin al pie del collado, nada evidente, por cierto. Esta es una de esas jornadas montañeras en las que se agradece sobre manera disponer de la ayuda (sólo ayuda) de un GPS con cartografía de la zona para poder tomar decisiones basadas en algo más que la orientación y la lógica. Desnivel monumental y momento se avanzar a machete por las resbaladizas lajas semihúmedas que hasta a los mejores calzados y suelas de alta tecnología hacen resbalar. Tras un esfuerzo no demasiado prolongado pero si bastante intenso, conseguimos salvar el mar de piedras y las densas zonas boscosas de pino y matorrales para alcanzar a ver esa luz y sentir esa brisa que sólo es posible experimentar cuando te acercas a un collado, verdadera confluencia de dos muntos, dos ambientes, dos vertientes en este caso.
Collado de la Centenera
Decir que el collado de la Centenera es impresionante, seguramente se quede corto. Situado entre los picos de la Tornera y la Centenera, a una altitud de 1.650 m, con la provincia de Guadalajara a un lado y la de Madrid al otro, es el lugar perfecto para comprender qué tipo de región es esa. Enormes extensiones duras y agrestes se desparraman en todas direcciones desde su altiplano, que además resulta cortado varias veces por enormes bloques de piedra verticales que salen de la tierra dividiendo el collado en subcollados cada uno con sus propias características. Un lugar tan apabullante no podía sino ser objeto de una fotografía panorámica mirando hacia el Pico Centenera, al cual nos preparamos a atacar.
Con paso lento pero sin pausa vamos ascendiendo observando a nuestra izquierda el lejano y mastodóntico Pico Ocejón (2.049 m), algún núcleo de población que bien podría ser Campillo de Ranas y algún brazo semioculto del embalse de Tamajón. Sin sospecharlo alcanzamos un imprevisto collado no observable desde el gran collado anterior, que une el Pico Centenera propiamente dicho con una de sus cumbres subsidiarias que se descuelga hacia el este cuyo aspecto brutalmente agreste nos obliga a ir hacia ella a observarla más de cerca y si es posible, subir a su cumbre. Tras unos momentos de duda alimentados por unos barrancos vertiginosos vigilados por algún buitre oportunista, nos decidimos a, con suma precaución, ir con un pie tras otro usando manos siempre que sea posible tratando de llegar a la cumbre, resultando ésta lo más parecido a una impresionante atalaya natural o, como nos dio por bautizarla, el Nido de Águilas.
El Nido de Águilas
Maravillosas vistas donde ya se distingue plenamente el embalse de Tamajón y también el nevado pico del Lobo al norte. Volvemos sobre nuestros pasos con mucho cuidado para acometer finalmente la última subida al pico oficial con la idea ya en mente de dar cuenta de las viandas dado que la hora del ángelus pasó casi una hora atrás. Pocos minutos después nos estamos haciendo la foto en el hito del Pico Centenera (1.810 m) cuya forma podría semejarse a un gigantesco cefalópodo cuyos tentáculos se extienden en todas direcciones en forma de cuerdas y picos subsidiarios. Tras los abrazos y congratulaciones mutuas correspondientes, buscamos un lugar soleado y a refugio del viento y abrimos las mochilas para devorar las delicias traídas de la civilización entre animadas conversaciones sobre los hechos transcurridos en el día y que empezaron ya muy temprano a las ocho de la mañana con el descubrimiento de una inesperada y estupenda cafetería-churrería en la localidad de Buitrago de Lozoya donde desayunamos unas riquísimas porras recién hechas.
Con el estómago lleno, las subidas más duras superadas y enfilados cuesta abajo hacia el punto de partida de la ruta por plena cuerda, entramos en esa mágica etapa en la que se te pinta una sonrisa en la cara mientras desciendes metros y metros por preciosos altiplanos tapizados de hierba sin apenas esfuerzo admirando un paisaje de extraordinaria belleza en el que el único indicio humano, además de tus compañeros de travesía, son las rodadura de una motos de campo, seguramente alguna patrulla forestal de la Guardia Civil.
Alcanzamos el límite arbóreo, momento en el que las praderas alpinas se mezclan con el bosque y los afilados canchales deleitándonos con lugares tremendamente hermosos que casi da pena abandonar. Tras un desvío a través de un mar de piedras y bordeando un bosque, alcanzamos de nuevo la pista forestal en el punto de los robles gigantes. Una quijada de brillante blancura es devorada por negros gusanos recordándonos lo frágiles que somos y lo importante que es aprovechar cada día de la vida.
Alcanzado el esquinazo de la pista, señal de que hay que descender, nos lanzamos en plan kamikaze monte a través, en un pequeño infierno de densos jarales, guijarrales y bosque espeso de pinos para tratar de alcanzar en un tiempo razonable la poza del Portillo. Para ello nos ayudamos de la torrentera que ha horadado en el terreno un pequeño arroyuelo, momento en el que las amenazadoras nubes deciden pasar a la acción y comenzar a descargar, si bien de manera gentil y contenida. La lluvia fina nos acompaña en la llegada a la zona recreativa, donde en otro momento habríamos hecho una merecida parada a sanar pies y ventilar botas. Lástima que hoy sea tarde y finalmente esté lloviendo.
De vuelta por el camino principal (GR-88) hacia el coche, remite la lluvia y aparecen las vacas, acompañándonos en nuestros últimos metros de charlas y comentarios de un día de senderismo que nos ha hecho disfrutar enormemente y crecer como personas.

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